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1995. 24
LA CADENA DE CRISTAL

 
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INMOVILIDAD SUBSTANCIAL

RAFAEL MONEO VALLES.





Cell block table, Ferguson Unit.Danny Lyon, 1970.




Siempre me impresionó la definición que de arquitectura daba el teórico chileno Juan Borchers cuando decía que la arquitectura es “el lenguaje de la inmovilidad substancial.” Soy consciente de que tal definición subraya, una vez más, la vigencia que para una definición de la arquitectura tiene la noción de lenguaje. Pero lo que más me sorprende de tal definición es el concepto de “inmovilidad substancial” en que la definición de Borchers se funda. La idea de inmovilidad --”inmovilidad substancial” como decía Borchers --implica el concepto de lugar, la presencia del suelo, convertido en solar cuando adivinamos que se va a construir sobre él, dispuesto a recibir el impacto del edificio que cambirá en el futuro su destino. Es la condición inamovible de lo construído la que nos permite hablar del “lenguaje de la inmovilidad substancial”. El solar se nos presenta entonces como el suelo en el que el edificio echa raíces, como un dato que puede y debe ser considerado como el primer material de la construcción. En efecto la lengua inglesa establece el paralelismo entre “foundation” entendido como inicio, comienzo, y “foundation” entendido como el soporte estructural, el cimiento con el que el proceso de toda construcción arquitectónica arranca. En verdad que el suelo, la tierra, puede ser considerado como el inevitable primer material con el que, en todo caso, es preciso contar.

Pero “inmovilidad substancial” también dice algo acerca de la presencia física de la arquitectura. Nos recuerda una vez más la materialidad y la substancia que la arquitectura, en último término, requiere. Estoy de acuerdo con quienes dicen que la arquitectura es un producto de la mente y que como tal puede ser pensada, representada, descrita. Estoy incluso dispuesto a admitir el uso metafórico que de la palabra arquitectura continuamente se hace y, sin embargo, en mi opinión la arquitectura trasciende dicho uso y alcanza su verdadero “status” cuando se realiza, cuando adquiere su ser en cuanto que objeto, cuando se convierte en la materialidad de lo construido y toma la forma de edificio. La arquitectura queda materialmente atrapada en la construcción y alcanza su auténtica consistencia gracias al uso de un lenguaje que fija su ser en lo que Borchers llamaba “inmovilidad substancial”. El suelo en el que se produce garantiza su condición de objeto. El solar pasa a ser el guardián de tal condición. Sin el solar, sin un específico y único lugar, la arquitectura no existe. Un coche, una casa prefabricada, incluso la tienda de un nómada, no se convierten en arquitectura hasta que no establecen contacto con un determinado suelo que, inmediatamente, cambiará su condición y les dotará de aquella especificidad que trae consigo la arquitectura. Con frecuencia a todo lo que implica construcción se le llama arquitectura. De este modo se subraya uno de los rasgos característicos que con más fuerza distinguen a la arquitectura, la construcción, y sin embargo, quisiera reservar este concepto de arquitectura para la auténtica permanencia de la realidad construida y tal deseo implica que haga acto de presencia aquella “inmovilidad substancial” que sólo puede ser alcanzada cuando se cuenta con un lugar.

Pero ocupar un lugar significa tomar posesión de él. Construir implica la consunción del lugar. Así, el construir siempre trae consigo una cierta violencia, se quiera o no, sobre el lugar. El lugar, el suelo, el solar de que el arquitecto dispone, está siempre expectante, atento al momento que lo trasformará y le hará jugar un papel activo en el curso de los acontecimientos. Los ritos fundacionales explican elocuentemente este acto de posesión que siempre está implícito en la arquitectura. El primer gesto de muchos de estos ritos - encerrar el lugar con una cuerda o una cinta -- es claramente un signo de posesión. El perfil de un castillo en lo alto de una montaña nos habla del poder del señor que desde su ventana divisa el territorio que le pertenece. Incluso cuando un nómada planta una tienda en el desierto está expresando dominio, está apropiándose de un suelo, de un lugar; en adelante la tierra tendrá alguien que la posea. Es, en efecto, el concepto de posesión el que más clarifica cuál ha sido el papel jugado por la arquitectura a través de la historia. Los estilos -- un concepto que implica mucho más que las simples opciones individuales -- fueron en el pasado una manifestación real y tangible de un grupo social. Cuando se ven las impresionantes ruinas romanas en un lugar remoto se cae en la cuenta del inmenso valor que lo construido tenía para quienes querían ser los nuevos señores de la tierra. Cuando se tiene delante la masa de una de las catedrales góticas, en cualquiera que sea el lugar de Europa, vienen a nuestra mente, inmediatamente, el esfuerzo de una cultura, de una bien estructurada idea, dispuesta a dominar la vida de hombres y mujeres. La arquitectura se nos presenta así como el testimonio del dominio, como un gesto de posesión. Colonizar, poseer la tierra, siempre ha requerido su transformación, la constancia en ella del dominio. Así se explica el deseo de levantar mapas, de medir la tierra, definiendo bordes y lugares que, como decíamos, están disponibles, preparados, para recibir a los constructores. A través de la construcción, una vez que ésta se consuma y el acto de posesión del lugar se lleva a término, la presencia de los seres humanos, la historia, comienza.

Dicho todo lo que antecede se entiende que el concepto de lugar , o si se quiere, el más modesto de solar sobre el que trabaja el arquitecto, puede ser considerado genérico, impreciso, demasiado amplio. Tiene, en efecto, demasiadas acepciones. Lo aplicamos tanto a una parcela en un maravilloso paisaje como a un suelo procedente de un derribo en un complicado ámbito urbano. Es claro que tanto el uno como el otro son lugares, solares ansiosos de recibir el impacto de la arquitectura. Pero también es evidente que el mundo a nuestro alrededor no nos permite pensar que somos los primeros en poseer el suelo sobre el que construimos. Pensar en la existencia de una naturaleza todavía intacta, virgen, es un fantasía. El concepto de paisaje en su más amplio sentido se ha convertido en algo necesario y tal concepto implica aceptar la presencia de algún tipo de manipulación, contaminación, tanto si el término paisaje lo aplicamos al campo abierto o a las ciudades. Esta conciencia del lugar, del suelo sobre el que construimos, como algo ya manipulado explica por qué hoy la violencia sobre el lugar, o bien toma la forma de desplazamiento y olvido de los atributos que lo caracterizan, o bien lleva a una forzosa y no siempre querida aceptación de los mismos.

Siguiendo esta línea de discurso diré ahora algo que, en mi opinión, es definitivo para entender el papel que en la arquitectura -- o si se quiere, en el trabajo del arquitecto-- juega hoy el lugar. Se trata simplemente de afirmar que la arquitectura pertenece al lugar. Así se explica por qué la arquitectura debe ser apropiada, lo que a mi entender quiere decir que debe reconocer, tanto en un sentido positivo como en un sentido negativo, los atributos del lugar. Entender cuáles son esos atributos, entender el modo en que se manifiestan, es el primer movimiento del proceso que sigue el arquitecto cuando comienza a planear un edificio. No es fácil describir cómo es este proceso. Y, sin embargo, no tendría inconveniente en decir que aprender a escuchar el murmullo, el rumor del lugar, es una de las experiencias más necesarias para quien pretende alcanzar una educación como arquitectecto.

Discernir entre aquellos atributos del lugar que deben conservarse, aquéllos que deben hacerse patentes en la nueva realidad que emerge una vez que el artefacto estructuralmente inmóvil aparece como un edificio construido, y todos aquéllos otros que sobran y que, por tanto, deben desaparecer, es crucial para un arquitecto. Entender qué es lo que hay que ignorar, añadir, eliminar, transformar, etc. de las que son las condiciones previas del solar, es vital para todo arquitecto.

Debo ahora hacer constar que el que una arquitectura sea apropiadada no elimina la posible destrucción del lugar. La libertad de hombres y mujeres para transformar y crear un paisaje que se convierta en marco adecuado para la vida exige tal posibilidad y, en efecto, la historia de la arquitectura está llena de este tipo de episodios. Dicho de otro modo, el que una arquitectura sea apropriada puede reclamar la formulación de un juicio contrario al lugar. La arquitectura, por tanto, la construcción de un edificio en un determinado lugar, no significa una respuesta automática, inmediata.

Como decía, este diálogo inevitable entre el lugar y el momento en el que se construye se termina con la aparición de la arquitectura. Con ella se modifica radicalmente el lugar que, desde ahora, será algo diferente. El lugar quedará transformado al haberse engendrado sobre él una realidad diferente de la que es testimonio inequívoco la esencia del nuevo, recién construido, edificio. Pero el decir que una arquitectura apropriada era lo que requería la especificidad del lugar, que la arquitectura pertenece al lugar, no está tratando de sugerir que la arquitectura se deduce de la existencia del mismo como algo mecánico. No hay una relación causa-efecto. Conocer el lugar, analizar el lugar, examinar cuidadosamente el lugar... no lleva a una respuesta inmediata. Me resisto, por tanto, a una concepción del lugar simplemente como suelo propicio que ve a la arquitectura, a las ideas arquitectónicas en que la construcción se basa, como el factor decisivo que da pié a la generación del nuevo fenómeno. Tal modo de concebir y entender las cosas reduciría la relación real e íntima que existe entre el lugar y lo construido sobre él. Estaría, sin embargo, dispuesto a considerar el lugar como primer material con el que se cuenta, la primera piedra, la trama sobre la que proyectar nuestros pensamientos arquitectónicos. Si bien los lugares son más que simples tramas, los lugares son las claves para entender la dirección que tomó el proceso de construcción de un edificio. El lugar es una realidad expectante, siempre a la espera del acontecimiento que supone el construir sobre él. Cuando tal ocurra aparecerán sus atributos ocultos. El construir supondrá el tomar posesión de él, pero, como contrapartida, lo construido contribuirá a que entendamos cuáles son sus atributos. En justa y obligada simetría, el lugar da pié a que nuestros pensamientos arquitectónicos se hagan específicos y se conviertan en genuina arquitectura.

El concepto de lugar se ha confundido, a menudo, durante los últimos años, con el de contexto. Los arquitectos que se dicen respetuosos con el lugar, con el contexto, han pretendido hacernos creer que tal respeto se manifestaba cuando el edificio completaba, daba fin, al episodio determinado por un contexto. Puede ser que, en específicas circunstancias el contexto requiera el que un episodio urbano o paisajístico quede finalizado, completo, con una nueva construcción; pero ésta no es la norma. Recientemente se ha abusado de la noción de contexto en la crítica arquitectónica y los arquitectos han instrumentalizado tal noción sirviéndose de una metodología de proyecto que hace del análisis del medio en el que construir su fundamento. La arquitectura se convierte, para quienes practican tal método, en un simple resultado de tal análisis: el edificio vendrá poco menos que dictado por él y se entendería como la conclusión de un silogismo cuyas premisas las establece el lugar. Ni que decir tiene que me resisto a pensar en estos términos. Entender la relación lugar-arquitectura de este modo supone establecer un orden jerárquico que devalúa la fructífera interacción que entre una y otro se produce cuando se construye.
Sin embargo, y a pesar del respeto que tengo hacia el concepto de lugar, hay que admitir que la sombra de una tierra de nadie -- porque es de todos -- se cierne sobre el mundo hoy. Vivimos rodeados de los mismos elementos, mecánicos y electrónicos. Usamos los mismos instrumentos y aparatos. Sería difícil desde el ámbito de una oficina o, si se quiere, desde cualquier lugar de trabajo, decir en qué país nos encontramos. Y lo mismo podría decir a propósito de un hospital, un aeropuerto o un supermercado. A esto hay que añadir el modo en que el transporte de masas ha alterado nuestra idea del espacio, el significado de la distancia. Todo parece estar en contra del lugar. Todo parece reclamar un mundo homogéneo, lleno de los mismos productos, inundado por las mismas imágenes. Parece como si tan sólo la ubicuidad del no-lugar existiese; como si la idea de lugar ya no tuviese valor; como si pudiésemos ignorar dónde nos encontramos, dónde estamos.

El modo en que entendemos la arquitectura exige, sin embargo, el lugar. La arquitectura se nos hace presente como realidad en el lugar. Es allí -- en el lugar -- donde el específico tipo de objeto que un edificio es, adquiere su identidad. Es en el lugar donde el edificio adquiere la necesaria dimensión de su condición única, irrepetible; donde la especificidad de la arquitectura se hace visible y puede ser comprendida, presentada, como su más valioso atributo. Es el lugar quien nos permite establecer la debida distancia entre el objeto que producimos y nosotros mismos. De ahí que, el lugar sea tan inevitable, que incluso aquellos arquitectos que proclaman ignorar y rechazar la idea de lugar se vean forzados a incluirlo en su trabajo y como resultado se vean obligados a inventar un lugar. Así se explican todos los recientes intentos hechos para crear un pasado ficticio, un suelo ficticio, para descubrir e inventar todo un paisaje arqueológico-virtual en el que instalar arquitecturas previamente establecidas y pensadas.

La arquitectura, gracias al lugar, nos ha permitido a todos, hombres y mujeres, el placer de transferir a un objeto nuestra inalienable individualidad. Hay, por tanto, que pensar en el lugar como en la primera piedra sobre la que construir nuestro mundo exterior. El lugar nos proporciona la debida distancia para ver en él nuestras ideas, nuestros deseos, nuestros conocimientos . . . y así la arquitectura -- como muchas otras actividades humanas -- nos muestra la posibilidad de la ansiada trascendencia. El lugar pues como origen de la arquitectura. Lugar por tanto, como soporte en el que la arquitectura reposa. La arquitectura se engendra en él y, como cosecuencia, los atributos del lugar, lo más profundo de su ser, se convierten en algo íntimamente ligados a ella. Tanto que es imposible pensar en ella sin él. El lugar es, pues, donde la arquitectura adquiere su ser. La arquitectura no puede estar donde quiera que sea.

Para ilustrar mi punto de vista presentaré dos proyectos. El primero es un proyecto en San Sebastián, a mi entender una de las más hermosas ciudades de nuestro suelo. El programa del proyecto -- fué un concurso -- incluía un auditorio, una sala para congresos y los servicios necesarios para convenciones y exposiciones. Pero el proyecto arranca del lugar. Acepté un tipo conocido de auditorio y de sala de congresos y los encerré en sendos cubos traslúcidos, manipulados de manera que puede hablarse de un proyecto atento a los alrededores, al paisaje, ya que explora, escucha e interpreta el lugar.

San Sebastián es una ciudad en íntimo contacto con su geografía y el lugar en que se asienta. Pocas ciudades disfrutan de tan favorables condiciones físicas para el asentamiento. El Océano se calma al encontrarse con la Playa de La Concha y toda una serie de accidentes geográficos acontece en un reducido segmento de costa: bahías, playas, islas, montes, ríos. A lo largo de la historia, San Sebastián ha respetado la geografía en que se apoya y de ahí que, a mi modo de ver, no cupiera el proponer un edificio que ignorase la valiosa presencia del Río Urumea. Se habían hecho en el pasado intentos de construir en aquel lugar, extendiendo la fábrica urbana de la ciudad en el área del Barrio de Gros, pero, a mi entender, si aquellos edificios se hubieran construido hubiesen oscurecido el encuentro del Río Urumea con el Océano y hubieran estado llamados al fracaso, incluso admitiendo la calidad de su arquitectura. El modo en que el río alcanza las aguas del Océano exigía el respetar tal encuentro y cualquiera que fuera la construcción que allí se hiciese debería mantener intacto aquel feliz momento.

El lugar es todavía un accidente geográfico. Era deseable, a mi modo de ver, que el lugar mantuviese sus atributos naturales incluso después de construir sobre él. De ahí que propusiera levantar dos gigantescas rocas varadas allí donde el río encuentra al mar. Una se dirige hacia el Monte Urgull, que protege la Playa de La Concha. La otra mira hacia el Monte Ulía, un promontorio que define uno de los bordes que limitan el crecimiento de la ciudad. Nos proponemos construirlas con bloques de vidrio que me gustaría fueran sólidos traslúcidos, capaces de afrontar las difíciles condiciones climáticas de un lugar en el que se hace sentir de vez en cuando la furia del Océano. La “masa helada” de nuestras rocas de vidrio cambiará dramáticamente en las noches, cuando se conviertan en fanales que miran al mar. Se encontrarán solas, distantes. Permanecerán silenciosas, como guardianas del lugar. Me gustaría que no perteneciesen a la fábrica de la ciudad, que perteneciesen al paisaje.

Ahora explicaré brevemente cómo funciona el edificio. Si quería que se mantuviera la condición geográfica del lugar, necesitaba construir de un modo compacto, estricto, preciso. Tan sólo el auditorio y la sala de congresos se harían ver sobre las plataformas bajo las que se albergan los otros elementos del programa. Desde las plataformas, las gentes podrán disfrutar de espléndidas vistas sobre el mar. No creo que más explicaciones sean necesarias. No fué el análisis del lugar lo que me llevó a esta solución, sino una visión más sintética y global del mismo. El proyecto de arquitectura ha nacido en este caso del lugar.
El otro proyecto que me gustaría discutir, la Fundación Pilar y Joan Miró en Palma de Mallorca, me permitirá desarrollar más extensamente estas ideas. La nueva construcción se proyectó para cumplir el testamento de Joan Miró, quien quería que Palma de Mallorca contara con una institución que al par de contener su última obra proporcionara a estudiosos y artistas la oportunidad de estudiar su trabajo. El edificio se levanta en un terreno propiedad de Miró, que disfrutaba de espléndidas vistas sobre la Bahía de Palma cuando él y su familia se instalaron en la ciudad a fines de los años 40. En la propiedad citada, que contaba con una construcción de fines del siglo XVIII -- Son Boter -- Joan Miró edificó, en primer lugar, una casa para él y su familia, obra de su cuñado el arquitecto Juncosa y un estudio que proyectó su amigo Josep LLuis Sert a mediados de los años 50. Desgraciadamente, el lugar fué literalmente rodeado por edificios de apartamentos de gran altura, construidos durante los años 60 y 70 que hicieron que la propiedad de Miró perdiera la hermosa vista de que gozaba sobre el mar.
Así es que tras identificar un área próxima al estudio en una ladera orientada hacia la bahía, decidí que la nueva construcción no debería ser alta pero sí oponerse con energía al mundo de lo construido en torno. Y así, la galería, una pieza clave en el nuevo edificio, tiene algo de fortaleza militar que sobrevive, tras reconocer a sus enemigos, en un medio hostil. Afilado e intenso, el volumen ignora todo lo que ocurre a su alrededor e incluso cabría el decir que responde con energía al medio hostil en que se ha convertido lo que antes fué hermosa ladera arbolada. Las vistas se centran en el estudio construido por Sert, en la que fué su casa y en el perfil lejano de las montañas. Pero hay más. La cubierta de la galería se transforma en un estaque que nos permite pensar que todavía es posible recuperar la presencia del hoy perdido mar. Por otra parte, el agua del estanque magnifica la distancia entre el lugar y sus vecinos. La galería se resiste a aceptar la presencia del deteriorado medio ambiente, protegiéndose del mismo mediante lamas de hormigón. Las ventanas hacen que nuestros ojos se dirijan hacia el jardín, pieza crucial y clave en este proyecto.
En efecto, el jardín insiste en la dialéctica oposición descrita entre la nueva construcción y los edificios existentes. Todo un conjunto de estanques ayuda a que el edificio quede anclado al suelo, a un tiempo que contribuye a crear una atmósfera fresca y amable. Así es que el agua y la flora de la isla ayudan a hacernos olvidar la lamentable escena urbana. Por último, hay que decir que las esculturas de Miró se adueñan del ámbito del jardín, convirtiéndose en fantasmas tangibles que nos recuerdan la presencia no lejana de quien tantos años vivió felizmente en este lugar. La rota y fragmentada estructura de los muros pretende acercarse a la obra de Miró -- una obra que siempre celebró la libertad y la vida -- al dar lugar a un espacio inaprehensible como, a mi entender, lo eran sus pinturas. Deliberadamente intenté evitar la repetición, la serie, el paralelismo, con el deseo de conectar con el epifánico e inefable carácter de su obra. Porque, a mi modo de ver, en el conjunto de su prolífica obra, cada cuadro, cada escultura, es una pieza única y diversa, como si Miró pretendiera capturar la realidad luminosa de un instante que no volverá a repetirse jamás: la obra de Miró se resiste a cualquier posible clasificación, incluso a la cronológica, y de ahí que la rota y fragmentada condición de la galería pretenda dar adecuada respuesta a tal modo de entender su obra. Nuestro deseo es que las pinturas floten en los muros, encontrando en ellos el lugar que les pertenece. Lugar y programa cabalgan juntos, buscando atrapar la específica manera de ser que cada edificio tiene.
Confío en que los dos ejemplos a que acabo de referirme al escribir estas cuartillas, ayuden a entender mi afirmación de que el lugar, cualquiera que sea donde se encuentre, está íntimamente ligado a la arquitectura. José Rafael Moneo Vallés.

CIRCO M.R.T. Coop. Rios Rosas n. 11, esc. A, piso 6, 28003 MADRID.
Editado por: Luis M. Mansilla, Luis Rojo y Emilio Tuñón